Diario del Dr. Alaric Klug
20.1.1856
Apenas puedo dar crédito a cuanto he presenciado... mi pobre Hilde...
Realmente llegué a pensar que su anemia, cronificada, había llegado a debilitar su mente. ¡Siempre fue tan imaginativa!... ya la conocí como una pequeña soñadora, que inventaba romances entre las hierbas que crecían en el tronco de un árbol y veía figuras de aniales y rostros humanos en las nubes... una soñadora capaz de descubrir un pequeñ dios hasta en la más temblorosa gota de rocío.
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Intento, por la paz de mi espiritu, reflejar en este diario, lo más objetivamente que me es posible, cuanto aconteció desde mi llegada a a OffenbachHaus, der Vorhölle House, como Hilde gustaba en llamar, por razones que nunca pude entender... quizás hasta este momento.
Hilde respondió muy contenta a mi anuncio de visitarles a ella y su esposo dos días antes de la cena. Así pués, allí estuve alojado y procedí a observar su conducta detenidamente:
Tan dulce´y tímida Hilde como siempre la conocí... atenta, generosa, derrochando cariño y ternura, nerviosa... esos nervios suyos... Y apagada.
Más bien como una vela cuya mecha está a punto de agotar la cera.
Durante unos días observé sus lagunas de memoria, su aspecto abstraído... compeltamente ausente, diría yo. Y esa debilidad "del espíritu" que me había comentado en sus cartas.
Por supuesto, procedí a reconocerla para descartar cualquier mal físico... y no. Nada en ella era preocupante, ni siquiera su anemia se encontraba en evolución como yo temía. Decididamente debía hallarse el mal en su cerebro.
Quizás mi preocupación no me dejó ver al principio dterminados y cruciales detalles que retrasaron mi diagnóstico hasta el punto de lo inevitable. Pero no me hallo culpable, ¿Quién hubiera podido predecir, imaginar, semejante situación? ¿Qué mente habría podido sospechar siquiera la existencia de semejantes monstruos?.
Día a día absorbían a Hilde, y yo no fuí capaz de averigüar los hechos... hasta que ha sido demasiado tarde para mi pobre niña.
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Los magníficos jardines de la Mansión se hallaban un tanto agostados a mi llegada. Achaqué su aspecto al crudo otoño que ese año azotó München...
Toda alegría, cruzó la verja Hilde para recibirme e, incluso, insistir en llevar mi maletín. Era, ya digo, como una niña... no existían para ella convenciones cuando se trataba de festejar a los seres queridos. Colgada de mi brazo, y sin cesar de reir y parlotear, me guió hasta el hall de la Mansión. Allí esperaba, en pie Ernst, el esposo de Hilde... creí percibir en e´l unamirada reprobadora hacia su esposa quizás, pensé, por haberse saltado las normas de etiqueta y hallarla portando mi maletín.
Creo que Hilde también percibió esa mirada... pues enrojeció hasta la raíz del cabello y pareció aturdida. Mas pronto se recuperó.
A a derecha de la escalinata en caracol se abría el salón de café, al que pasmos para calentarnos cerca de la chimenea y tomar bebidas calientes. Por vez primera oí a Hilde pedir un ponche bien caliente... ella que no era aficionada a nada que fuera algo más que tibio.
.- "Mi querida Hilde", la interpelé- Muy frío ha debido ser aquí el otoño para que te animes a pedir una bebida caliente"
.- "Querido Alaric"- me sonrió- el tiempo ha transcurrido deprisa y mis huesos se están quejando ya de la humedad de los años"
Aunque estas palabras iban a mí dirigidas, miraba Hilde a Ernst, quien la contemplaba con sero semblante. Ella parecía presa de la desazón y retiraba su mirada del rostro de su esposo al fuego que ardía en el hogar.
Ernst sorprendió mis miradas del uno al otro, y con ademán jovial me explicó que Hild no se encontraba muy bien desde hacía poco más de un mes, intentando restar imortancia, quizás por no preocupar a su esposa.
Le aseguré que pondríamos remedio al estado de salud de la bella Hilde y nos retiramos a nuestras habitaciones con el fín de cambiarnos para la cena.
Cuando m hallaba a punto de entrar en mi vestidor, Hilde me detuvo:
.- "Sólo un momento, Alaric: no he podido comentarte que desde hace uos dos mses se halla con nosotros mi buena amiga Carlota. Es una larga historia que ya tendrems ocasión de comentar. El caso es que, d momento, se aloja en nuestra casa. Por tanto, seremos tres para la cena"
Repuse que nada tenía que objetar, sino más bien al contratrio, a la presencia de Carlota.
Me guardé bien de expresarle a Hilde mi inquietud respecto de su amiga. Apenas la conocía de dos visitas anteriores... pero había algo en esa mujer y su actitud hacia Hilde que me perturbaban profundamente. Estos días tendría oportundad de descubrir que escondía.
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La cena transcurrió entre bromas y una agradable camaradería. Hilde lucia sus mejillas sonrosadas y se desvivía por complacernos: apenas sí permanecía un minuto sentada a la mesa, insistiendo en servirnos ella misma, sin ayuda de la doncella.
Ahora sé que no era la excitación del encuentro entre amigos la que guiaba sus actos. Era el temor a cruzar miradas en la mesa, a ser APRESADA
Pues, una vez terminada la cena, pasamos al salón para fumar unos cigarros y beber unos licores. Hilde dejóse caer sobre un sillón y allí permaneció, silenciosa... como ajena a cuanto sucedía a su alrededor. Previamente, Carlota la había apartado para sostener una bre conversación... y algo de lo que se dijo debió perturbar el ánimo de mi querida amiga. Pues por esa noche no volvió a ser la chiquilla feliz que conocí.
Intenté distraerla con anécdotas de mis pacientes, chascarrillos tontos que siepre han hecho reir a mis contertulios, pero tan sólo logré que esbozara de cuando en cuando una tímida y triste sonrisa. Su mirada no se apartaba de Carlota y Ernst... en conciliábulo susurrante en la otra punta del salón. Pensé que la actitud de Hilde se debía a celos... pero nunca había conocido semejante sentimiento en Hilde. Ella era incapaz de desconfiar de su esposo, y dudaba que comenzara ahora a hacerlo.
Al fín, Hilde anunció que se retiraba: las emociones del día la habían agotado. Así, pues, le deseamos buenas noches, mientras Ernst, acudía a ayudarla para conducirla a la habitación. La tomó de la mano, mas ella, con cierta precipitación, pero con discreción, se deshizo del abrazo marital... y su rostro se tornó pálido, asustado... se disculpó e insistió en que iría sola a su dormitorio...
Nada más sucedió aquélla primera noche en la Mansión.
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Veinticuatro horas antes de la proyectada cena entre amigos, Hilde hubo de enviar tarjetones con sus disculpas: la cena quedaba anulada.
Puedo calificar de "enérgica" la protesta formulada por Ernst, quien parecía deseoso de seguir adelante con los preparativos. Pero Hilde se hallana realmente incapacitada para atender a nadie, siquiera a ella misma. E cuarenta y ocho horas, la niña aparecía lánguida, exhausta, pálida, a punto de desmayarse a cada instante: apenas hablaba Hilde, y sus ojos estaban siempre inmóviles, fijos, en algún punto invisible para nadie que no fuera ella.
Yo me encontraba francamente alarmado, e intenté averigüar de labios de Ernst, primero y de Carlota, después, el origen de semejante estado de cosas... tan sólo obtuve respuestas vagas y apens concretadas en una supuesta "crisis histérica" de mi amiga.
A lo largo de un mes me dediqué a seguir todos y cada uno de los pasos de Hilde. Me convertí, por así decirlo, en parte de su sombra (algo curioso: el cuerpo de Hilde apenas proyectaba sombra, fuera cual fuese la intensidad e inclinación del sol).
De mis observaciones tan sólo pude concluir mayor confusión: Hilde, a instancias mías, se esforzaba en recordar pasajes de su vida que, increíblemente, habianse borrado de su memoria: como si ella fuera un tablero de pizarra en el que una esponja hubiera eliminado hasta la más ínfima mancha de tiza...
En los inicios de la amistad entre Hilde y Carlota, habíame apenado el pobre espíritu de esta segunda: se me hacía como una pajarillo con las alas rotas que sólo encontraba calor en esa amistad. En esos días que relato, el cambio en la personalidad de Carlota era tan evidente como lo era en Hilde: como si hubieran comenzado a transmutarse sus almas; pues era Carlota cada dia más alegre, ocurrente y llena de vida: siempre encontraba un recuerdo o una nécdota para cada situación. Mi pobre Hilde se agostaba a ojos vista y apenas recordaba siquiera su nombre. Yo me repetía mentalmente que esta situación era absolutamente extraordinaria.
Y Ernst... pasaba más tiempo en compañía de Carlota que prestando los cuidados que su joven esposa merecía y necesitaba.
Como de los habitantes de la Casa no pude obtener otra información, decidí hacer mis propias pesquisas fuera de ella. De modo que me dirigí a visitar a las personas que más contacto habían tenido con Hilde, Carlota y Ernst en los meses en que estuve ausente de sus vidas.
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